viernes, 6 de noviembre de 2009

Los ángeles de Zway.


Los ángeles de Zway, Javier León
Caravana de la Sanación en África (Octubre 2009)



Salimos de la escuela satisfechos. Preferimos llegar a la comunidad salesiana andando y así despejarnos tras las actuaciones de la mañana. Hacer el payaso sesión a sesión para más de dos mil quinientos niños de la etnia Oromo era realmente duro. En la misión nos esperaría todo el grupo para comer algo acompañado de engera, una especie de pan de sabor ácido elaborado con granos de teff, duro al paladar que no esté acostumbrado al mismo. Hacía calor en la ciudad de Zway pero el entusiasmo de los primeros días y el impacto con el país nos hacía estar aún algo frescos. Etiopía nos había impactado por muchas cosas, pero sobre todo, por la candidez de sus niños, por sus miradas profundas, por sus lamentos disimulados y respetuosos. Había en sus miradas una lucidez inusual.

A la salida, nos quitamos la nariz y el traje de payasos y abrimos nuestros rostros reales a los niños. Aún así, nos reconocieron al salir y se acercaron con prisa para abrazarnos y saludarnos, primero con timidez y luego con expresiva alegría. Nos cogieron de las manos y estrecharon fuertemente un lazo invisible que no deseaba abandonar nuestro paseo. Empezamos a cantar mientras paseábamos por las calles desnudas de asfalto, polvorientas y secas, plagadas de pobreza extrema. Nada importaba. El canto, el sonido de la Alegría era profundamente más potente que toda miseria. Los niños se abalanzaban unos contra otros, incluso aquellos que separados de la educación y el abrigo de la comida podían disfrutar del festín alegre. Había algo que nos parecía imposible. Esa manifestación de amor, de sinceridad, de cercanía era inverosímil en Occidente. La calle bullía de una extraña mezcolanza. Algo diferente en nosotros se estaba creando. ¿Hasta qué punto fuimos conscientes? Los mayores nos saludaban y veían como sus hijos danzaban entre nosotros con una luz radiante mientras guiaban nuestros pasos por ese laberinto de casas. Nos sentimos protegidos por esa lucidez y quisimos que las calles no acabaran nunca. La alquimia del contacto humano, franco y cercano, estaba bullendo en nosotros.

La satisfacción era plena. Estábamos radiantes, humanamente tocados por los dioses, esos dioses encarnados en las miradas de esos ángeles que revoloteaban con su dulzura y sencillez entre nuestra fragilidad occidental. Fue en ese instante cuando tomamos contacto con la realidad envolvente. Fue en ese instante cuando vimos que el milagro es posible y que los ángeles se encarnan en esos países para comprender la urgencia humana. África entera, nuestra cuna madre, nos acogía con candor, con ansiedad, con ganas de que dejáramos allí el recuerdo de nuestros ancestros y tomáramos la antorcha de una nueva vida. Algo sublime estaba naciendo dentro. Algo que sólo con el tiempo podemos llegar a entender.

Cuando llegamos a la entrada del mercado, de paso hacia la misión, la nube de niños-ángeles se había diluido. Habían vuelto a sus casas pues la jornada continuaba y tenían que ayudar cuidando las vacas o buscando sustento en las calles. La mayor parte de los etíopes viven de lo que pueden. Todos son empresarios de la pobreza, autónomos que pagan sus impuestos a la tierra que les alimenta. No existen clases parásitas, sino que cada uno tiene la misión de sobrevivir a costa de cualquier calamidad. Nadie trabaja por cuenta ajena, sino que todos lo hacen a cuenta de la vida.

El mercado era otro mundo. Allí estaban los niños que no iban a la escuela, los niños que no habían sido tocados por la diosa fortuna. Sus pies estaban arrugados, surcados por la tierra que se había instalado en sus extremidades desnudas. La pobreza se magnificaba con esa belleza propia de una raza de invencibles. Ayudaban a sus padres vendiendo cebollas o tomates, y los más débiles, simplemente aguardaban junto a ellos el terrible final. Era como si todo el pueblo estuviera allí vendiendo sus pobres y escasos productos. Los más modernos, los más afortunados, vendían ropas occidentales que nadie compraba. Las semillas, los tomates y las cebollas colmaban casi todos los productos. Algo de artesanía e instrumentos de labranza completaban el gran mercado, lleno de ruidos ordenados y sediento de birrs, la moneda oficial. Las carrozas tiradas por una famélica mula o un burro con los días contados, hechas de madera y de ruedas recicladas se amontonaban en las calles. El vehículo oficial de los etíopes era un reflejo puro de su modus vivendi. Un esqueleto móvil que tiraba a su vez de cientos de esqueletos agolpados en su interior.

Había imágenes que se habían quedado inmóviles en nuestras retinas. La muerte rondaba cercana. Había un hombre envuelto en mantas, muerto, rodeado de gente que se acercaba al carro que soportaba su levedad por la curiosidad de quién podría ser esta vez. La época de lluvias había terminado. Aún quedaba algo de verde en la sabana. Pronto, la imagen de ese hombre se volvería común, y el verde se volvería dorado y la tierra yerma se agrietaría a la espera de un nuevo amanecer. Las sequías en ese país son mortales y sólo la suerte determina quién pasa a la ronda siguiente de vida.

Llegamos a la misión tras el paseo. El grupo de voluntarios trabajaba afanosamente para dar lo mejor de sí. Los médicos sanaban, los dentistas sacaban increíbles muelas roídas por el flúor excesivo que añadían al agua de los pozos, el equipo de agricultura intentaba reinventar la huerta y los educadores y etnógrafos rescataban leyendas y canciones, ritos y costumbres del pueblo Oromo. Habíamos llevado medicinas y cosas útiles, al menos cosas que nosotros pensamos que pueden ser útiles en aquel mundo donde no hay nada. A veces me sentía ridículo ante la imposibilidad de ayudar a todo el mundo y deseaba poder multiplicarme por cien para estar en todas partes. Visitamos la panadería de la misión y vimos como se obraba el milagro del pan. Un joven Oromo multiplicaba los panes seguramente esperando que algún día los escasos ríos sanaran para hacer lo mismo con los peces. En el pequeño orfanato de la misión vivía una docena de niños que habían sido abandonados en la puerta de la misma. A veces venían a visitarnos y nos abrazaban. Algunos enfermos, otros ya sanados, esperaban que la vida les brindara el calor que sus padres no pudieron ofrecerles. Comimos un trozo de pan recién orneado, caliente. Nada que ver con la ácida engera. Un pan que no llegaría a todos…

Había tanto por hacer… Pero ahí teníamos como ejemplo a cinco monjas que habían entregado su vida para sacar adelante a más de dos mil familias, día tras día, semana tras semana, año tras año hasta el final de sus vidas. Sentí cierto clamor interno. Veía esas mujeres que apenas dormían como trabajaban a destajo con una alegría de otro mundo en una misión que había crecido a base de esfuerzo y sacrificio imposible. Nosotros estaríamos sólo unos días y nuestra solidaridad era limitada. Pero la de esas mujeres era infinita, admirable. Habían creado con sus manos un pequeño paraíso en ese infierno de muerte y miseria. Y el paraíso era un punto de luz y esperanza en una tierra endiablada. Un clamor en el desierto humano, en la sabana hambrienta.

Por la tarde escuché el replicar de las campanas. Resultó extraño oír campanas en África. Así que fui curioso tras la llamada acompañado por la guía de una niña que había reconocido a Kili-Kili, el payaso. A la entrada y a la salida de la Iglesia algunos niños se acercaron para abrazarme alegres por el descubrimiento. El payaso también sabía rezar y quería compartir con ellos sus alabanzas. Entré en penumbra y me senté al lado de una de las monjitas. Había un coro celestial que cantaba unos ritmos cristianos con tonos africanos acompañados de un piano eléctrico que agudizaba con melodías imposibles. La mezcla no podía ser más hermosa. Sentí una gran conmoción al escuchar las voces angelicales. Lloré, no pude hacer otra cosa. Había en aquel lugar algo extremadamente inusual. Algo que revoloteaba en el aire y que al respirarlo te preñaba de compasión. Etiopia, el país de los rostros quemados, hablaba desde sus ancestros comunicando su sabiduría en la tradición y el rito. Tuve la satisfacción de toparme con lo bueno y lo malo de la raza humana, pero sobre todo, tuve la satisfacción de reencontrarme con el reino angélico que nace en el mundo de los niños. La esperanza renace día tras día en África y todo se vive con la calma del ritmo vital.

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En la sábana había payasos, Javier León
Caravana de la Sanación en África (Octubre 2009)

Procedencia . Fundación Ananta.
Gracias Joaquín T.

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